miércoles, 10 de diciembre de 2014

PARA LEERNOS MEJOR: La Derrota cuento de Alfonso Tirado

PARA LEERNOS MEJOR: La Derrota cuento de Alfonso Tirado: C omo todas las noches, desde hacía ya más de dos años, Ulises   se metió en la cama cerca de las 8 de la noche, para continua...










SUPLEMENTO DE REALIDADES Y FICCIONES Revista de literatura.
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La Derrota cuento de Alfonso Tirado





Como todas las noches, desde hacía ya más de dos años, Ulises  se metió en la cama cerca de las 8 de la noche, para continuar con la lectura de "Los Rescoldos de las Guerras Virónicas" de Farabundo Carpuso. Obra de consulta en cuatro tomos. Pléyade Editores. República de Paiva. Edición numerada 40.
   Había logrado sobrevivir a las primeras 247 páginas del tomo que se iniciaba con las guerras por la conquista de América, gracias a su desmedida afición por la literatura bélica que lo había llevado a tal extremo. Ya desde niño mostraba esa inclinación por leer todo lo que tuviera a la mano, lo que causaba gran preocupación en su abuela, que por tenerlo a su cargo, se empeñó en quitarle el hábito. "Te vas a quedar ciego de tanto tener los ojos metidos en esos libros, niño." le decía continuamente. Pero Ulises encontraba siempre la forma de hacerse de algún texto y de un lugar secreto a la hora adecuada, para leer y que no ser sorprendido por la molesta advertencia de la abuela.
  Con el tiempo, después de que se había indigestado con todas las novelas por entrega habidas y por haber, lograba refinar sus gustos y concluía que el tema literario que le apasionaba, y que sería el único al que dedicaría su tiempo: era el de la guerra. Tenía ya cincuenta y ocho años de edad, siempre un hombre pacífico y rutinario, del trabajo a la casa, y los domingos a merodear los mercados de libros viejos, para escarbar con apetito voraz entre los estantes polvorientos en busca de algún título que lo transportara a alguna batalla, o a la vida de los militares ilustres. Los libreros conocían sus debilidades y con frecuencia le reservaban alguna obra interesante. No siempre, pero tarde o temprano llegaba el día en que encontraba algo valioso, y entonces daba por bien empleado el tiempo invertido en su búsqueda.
¿De dónde le venía la extremada inclinación por el tema de las armas? Era algo que no podía saber, pues no fue educado en escuela militarizada, ni había ejemplos en la familia que hubieran podido inducirlo, pues sus antecedentes heráldicos se reducían a su padre, un campesino bastante bruto, una madre que nunca conoció  y una abuela analfabeta.
Ahora, en la soledad de su habitación, viviendo los desiertos eternos de su viudez y sin hijos, no tenía quien se interpusiera en sus lecturas. Los libros se apilaban por doquier. Una vez que terminaba un libro, simplemente lo dejaba en cualquier lugar y no volvía a tocarlo, todo su contenido lo llevaba ya en la memoria. El desorden no le importaba, nunca le preocupó combatir sus hábitos.
La obra de Farabundo Carpuso, a la que estaba dedicando con entusiasmo todo su tiempo libre, la encontró durante la venta de limpieza en una casa puesta a remate. Buscaba dentro de nutridos libreros, bañados con el polvo de por lo menos veinticinco años, que era el tiempo transcur­rido en que la señorial casona de la avenida Reforma, había quedado abandonada a la muerte del licenciado Luis Maroto, nieto y heredero universal del General español Rafael Maroto, valiente luchador por la Independencia de su país, y que en 1817 fuera vencido por el General José de San Martín, en Chacabuco, República de Chile por las guerras de independencia.
Esto lo sabía perfectamente Ulises, porque ya tenía bastante bien nutrido su intelecto bélico con todas las guerras de independencia en América, en las que aprendió a tomar partido para repudiar las ac­ciones del invasor español. En realidad, Ulises no sólo leía los libros, sería mejor decir que los vivía, debido al apasionamiento intenso que experimentaba al recorrer las páginas de la historia. Así como sentía profunda aversión contra todo lo que fuera ejército español, que obviamente lo consideraba como su enemigo, sentía un gran respeto y admiración por la Francia, y consecuentemente, por el Emperador Napoleón Bonaparte. Celebraba las victorias de sus héroes entrando a la cocina en desfiles triunfales, iluminados con las notas de alegres marchas que brotaban de su Victrola de cuerda; se servía una comida en honor de los Generales vencedores y de sus tropas glorificadas por su valor y patriotismo.
Tenía en ocasiones que aceptar la derrota a manos de ejércitos rebeldes, o de invasores bárbaros que destrozaban la paz y los derechos humanos. Entonces guardaba horas de silencio en honor de los caídos, en su mente sonaban odas a la libertad perdida y a las banderas mancilladas por la bota devastadora.
No se apresuraba, como si siguiera un protocolo militar, sabía que cada noche llegaba la hora de vivir su vida castrense, y la esperaba consciente, firme en su propósito, se preparaba para cualquier situación a la que las páginas belicosas tuvieran que enfrentarlo.
Metido ya en su cama, se sometía al peso irreverente del tomo II de "Los Rescoldos de las Guerras Virónicas" Tocaba el turno al capítulo de La Guerra del Antimonio. Experimentó una terrible angustia cuando se enteró que los ejércitos prusianos fueron atrapados en el interior de las minas de antimonio, donde el Rey Guillermo Iro. había ubicado su cuartel general que creían totalmente secreto. Por obra de una traición, el enemigo les sorprendió y una vez ani­quilados los guardias que estaban disfrazados de mineros a la entrada de los tiros, taponearon todas las vías de acceso, sitiándolos como a ratas.
Ulises sufrió el encierro en carne propia. Una cabeceada inconsciente en las avanzadas del sueño permitió que el librazo se fuera cerrando paulatinamente sobre su rostro. Cuando se percató de la situación es porque ya se encontraba bajo los muros infranqueables del papel frío y sofocante de la obra Carpusiana.
Sintió que se asfixiaba bajo aquel encierro, pero al igual que los soldados de Federico Guillermo Iro. el Rey sargento que a pesar de las múltiples bajas, resistieron hasta lograr liberarse del fatídico calabozo, Ulises logró en las primeras horas de la mañana, escapar al agobio que le tenía prisionero en la cama. Pudo así continuar a la noche siguiente con aquellas narraciones épicas, cantos bíblicos y danzas heroicas escritas en papel impenetrable, denso, de color amarillento, elaborado con fórmulas cruentas, concebidas por la sabiduría de los estrategas, macerado con la insidia de los traidores y añejado con la memoria de los caudillos. Las tintas habían sido cuidadosamente elegidas, tomando en cuenta su origen; por ejemplo, la negra, que era producto de exportación africano, transportada sobre espaldas esclavizadas, sudorosas de esfuerzos, doblegadas por el dolor y la rabia contenida, se usaba en los capítulos que narraban desprecios, ignominias y despojos. Muchas páginas estaban inundadas de tinta roja, color universal de la sangre; producida en cualquier momento y con toda facilidad; producto de alto factor renovable, surtida a domicilio sin requerir autorización de facultativo, ni permisos expresos, legales o patriarcales.
De "Los Rescoldos de las Guerras Virónicas" Ulises aprendió, entre otras cosas, que los capítulos correspondientes a las guerras de Asia, tanto Menor como Mayor, fueron escritos con una tinta amarilla que tenía la particularidad no sólo de no diluirse con el paso del tiempo, sino que por el contrario, sostenía un intenso poder de regeneración, que hacía que con los años, se le encontrara mucho más firme y con capacidad para reproducirse hasta el exceso e inundar las páginas de otras historias con una facilidad asombrosa y con una sola filosofía: la de apoderarse lenta y pacíficamente de la riqueza del enemigo que se había erigido en su vencedor.
Todo esto estaba comentado en la acotación que el célibe Farabundo Carpuso hace en el apéndice del primer tomo, que dedica cuarenta y ocho páginas a las "Aclaraciones pertinentes."
A estas alturas, la vista de Ulises mostraba ya los estragos de tanta batalla librada en sus noches de lectura. En sus tantos ataques, retiradas, invasiones, derrocamientos, coronaciones y degradaciones; de crudos sometimientos y de movimientos libertarios, estados de sitio y cortes marciales.
Y cuando las líneas impresas, empezaban a desvanecerse tras largas horas de lectura, cuando los rugidos de los cañones y el galopar de la caballería empezaba a fundirse en el horizonte oscuro y lejano, enton­ces escuchaba como en un eco persistente y necio, las cantatas preocu­pantes de su abuela. "Me estoy quedando ciego - se decía - pero no es por la lectura. Es por tanta historia que ha pasado frente a mis ojos."
Las ilustraciones que complementaban la importancia de los textos históricos, eran también materia de profundo estudio para Ulises. El nombre del artista que junto con Farabundo Carpuso había recorrido la difícil senda de la creación de una obra de tales dimensiones, inexplicablemente se mantenía en el anonimato; sin embargo se apre­ciaba en cada lámina, el inconfundible estilo de Gustavo Doré, el grabador francés que - en todo caso - también ilustró el Quijote y La Divina Comedia, por si la obra de Carpuso no hubiera sido suficiente para darle la gloria merecida. Con mucha justificación se le adjudica a Doré esta obra, porque sería un acto de necios no ver en los grabados de la obra Carpusiana, los fúnebres juegos de líneas y sombras para realzar el terror, los claros profundos y eternos para enaltecer a los héroes. Ilustraciones de trazo firme y decidido que tenían todo el desarrollo de las batallas apocalípticas.
Ulises sabía interpretar las tácticas de cada ejército contendiente, entendía las posiciones estratégicas, el alcance de las armas, el sabor de la victoria y el dolor de las bajas en vencedores y vencidos. Ulises pasaba noches enteras investigando movimientos, identificando la geo­grafía marcial, clasificando las armas: fusiles, obuses, lanzas, cañones ligeros y artillería pesada.
Algunas de esas piezas dormitaban sus pesadillas en los rincones lúgubres de sus habitaciones, apuntando aun entre las barricadas de libros, por el hábito malévolo de sus propósitos. Eran su orgullo material, propiamente llamado su arsenal de campaña.
Podría decirse que la vida de Ulises era una carga difícil de sobrelle­var, la razón era su continua participación en las horas más amargas de la humanidad, los conflictos bélicos. Recientemente - por causas de fuerza mayor - había tenido que retirarse del frente, literalmente hablando, por haber sufrido una lenta, pero irremediable afección pulmonar. Se le concedían pocas posibilidades para sobrevivirla, en base a la nula resistencia que presentaba su organismo maltrecho y anémico de toda la vida. Ulises nunca pensó que fuera a morir, sabía que su recupera­ción era sólo cuestión de tiempo, pues atribuyó sus males a la prolongada exposición a los humos de la pólvora y a los nauseabundos vapores emitidos por los innumerables muertos insepultos de la batalla de Waterloo, donde el General Arthur Willington, mejor conocido como el Duque de hierro, al frente del ejercito de la Coalición europea - ingleses y prusianos - infringió a Napoleón Bonaparte una de las derrotas más célebres de la historia.
Ulises la sufrió en carne propia, pues siempre se consideró además de un admirador, un soldado incondicional al servicio del Emperador. Tal vez por esto, es que el derrumbe de su salud fue catastrófico. Y aunque nunca pudo recuperarse del todo de los males respiratorios, logró, finalmente, después de cuatro meses de librar una batalla que se vaticinaba perdida. Un buen día, vio a médicos y enfermeras, ondear la bandera blanca de la, logrando salir del hospital. Feliz retornó a casa y pudo enlistarse nuevamente en su viaje a través de las guerras todas. Regresó sintiendo el orgullo de que su veteranía de guerra se había confirmado con su triunfo sobre la muerte, sobre la estéril llanura de una cama de hospital. 
Sosteniendo con dificultad el librazo, que parecía hacerse más pesado esa noche, continuó viviendo las campañas de Mahoma III en Transilvania y después las de Mahoma IV y todas las luchas turcas contra Rusia, Venecia y Austria hasta llegar a las guerras de Crimea. Aprendiendo en cada página a apreciar el valor de los héroes y la fortaleza de sus convicciones. Soportando cada hora de historia, el dolor bíblico de los pulmones que desencadenaban furiosos accesos de tos.
Al final de un día de mayo, cuando los sutiles cortinajes de la noche aplacaban los últimos rayos de luz y el silencio caía pesado sobre los campos interminables. Las fuerzas del orden civil encontraron a Ulises tendido en su cama, con el tomo IV de Los Rescoldos de las Guerras Virónicas  aplastándole la cara. La sangre que teñía la almohada estaba reseca desde hacía varias horas, posiblemente más de 24 horas, según opinión médica. El agente del Ministerio Público dio fe de la defunción, y dejó en manos del médico forense la determinación de la causa.
Nadie se percató que un arcabuz español, apoyado sobre una trinchera de libros liberaba un olorcillo a pólvora recién quemada.
Era el 2 de Mayo, precisamente el día en que ciento cincuenta años atrás, el pueblo madrileño, cansado y humillado por las provocaciones de las tropas francesas acantonadas en la ciudad, se sublevaba para dar principio a la guerra de Independencia.

sábado, 27 de septiembre de 2014



Sigo disfrutando <a mi modo> la lectura de MINIBIOGRAFÍAS ILEGALES DE MÚSICOS MALDITOS de Heberto Gamero. Digo a mi modo porque acostumbro ponerme de música de fondo la música del autor en turno. Especialmente cuando se refiere a una obra precisa. Como leer la minibiografía de Paganini y escuchar los Caprichos. O imaginar a los socios del club de Puccini 'La Bohéme' y ponerme la música. ¡Una delicia!. ("Mi modo" se inició cuando leí las biografías de los pintores. Buscaba las obras en turno y disfrutaba las dos formas visuales. Felicidades Heberto!!!
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martes, 16 de septiembre de 2014

COSAS QUE PASAN

Cuento de Umagah. (España) Nuevo colaborador de PARA LEERNOS MEJOR.

Supongo que nada hubiese sido lo mismo si no hubieses sido tan amable, si no hubieses elegido trabajar de noche para ganar más dinero y te hubiesen asignado a mi planta, en ese hospital. Nada, pero nada, si no se hubiera salido la rueda del coche medio averiado que me tuve que comprar, a causa de que me echaran del trabajo de camarero antes de lo previsto por explicarle a mi jefe lo que opinaba sobre él. Trabajo que no tendría que haber cogido si no hubiese decidido dejar los estudios, a causa del odio mutuo que compartíamos mi profesor y yo.
Dejé de pensar en el pasado y me alejé de su lápida. Al salir del cementerio comenzó a llover y decidí coger un taxi. Todavía no me apetecía volver a casa, así que paré el coche y me desmonté para dar un paseo. Me acordé en ese momento de que todavía llovía a cántaros, y entré rápidamente en un bar cercano, cuyo nombre era Algo. No es que no me acuerde, se llamaba de veras así.
Una vez dentro pedí una cerveza para que el dueño del establecimiento dejara de mirarme desde la barra, casi gritándome “me da igual que haga sol, llueva o nieve, aquí se entra para consumir, o no se entra” con su ojos cercados de arrugas.
Al sentarme en la barra, intenté establecer una conversación para pasar el rato.
– Buenos días -le dije a la joven que se encontraba a mi lado.
– ¿Buenos? -respondió- Con la que está cayendo ahí fuera tiene que vigilar un poco con qué saludo intenta iniciar una conversación.
Me pareció una buena respuesta, me suele gustar que alguien se cuestione las frases que de usarlas con tanta frecuencia ya no pensamos en su verdadero significado. Suelo fijarme en estas pequeñas frases habituales que desentonan si se piensa en lo que significan y no en el significado que se les da normalmente.
Supongo que me pilló para que por fin entendiera que yo también cometo esos errores.
La chica decidió romper el silencio que habían creado sus palabras, ya que estas me habían hundido en un mar de pensamientos que me alejaron del bar, de la lluvia y de la chica.
– Bueno… ¿Y qué haces aquí?
– Pedir una cerveza -respondí despertando súbitamente.
– No era eso, me refiero a cómo has llegado hasta aquí.
Pensé en las cavilaciones que había tenido hace media hora, antes de que empezara a llover. De cómo el haber dejado el colegio me había llevado a pasar la tarde en un cementerio.
– Pura casualidad -respondí.

Umagah
umagah.wordpress.com/