Como todas las noches, desde hacía
ya más de dos años, Ulises se metió en
la cama cerca de las 8 de la noche, para continuar con la lectura de "Los
Rescoldos de las Guerras Virónicas" de Farabundo Carpuso. Obra de consulta
en cuatro tomos. Pléyade Editores. República de Paiva. Edición numerada 40.
Había logrado sobrevivir a las primeras 247 páginas del tomo que se
iniciaba con las guerras por la conquista de América, gracias a su desmedida
afición por la literatura bélica que lo había llevado a tal extremo. Ya desde
niño mostraba esa inclinación por leer todo lo que tuviera a la mano, lo que
causaba gran preocupación en su abuela, que por tenerlo a su cargo, se empeñó
en quitarle el hábito. "Te vas a quedar ciego de tanto tener los ojos
metidos en esos libros, niño." le decía continuamente. Pero Ulises
encontraba siempre la forma de hacerse de algún texto y de un lugar secreto a
la hora adecuada, para leer y que no ser sorprendido por la molesta advertencia
de la abuela.
Con el tiempo, después de que se había
indigestado con todas las novelas por entrega habidas y por haber, lograba
refinar sus gustos y concluía que el tema literario que le apasionaba, y que
sería el único al que dedicaría su tiempo: era el de la guerra. Tenía ya
cincuenta y ocho años de edad, siempre un hombre pacífico y rutinario, del trabajo a la casa, y los
domingos a merodear los mercados de libros viejos, para escarbar con apetito
voraz entre los estantes polvorientos en busca de algún título que lo
transportara a alguna batalla, o a la vida de los militares ilustres. Los
libreros conocían sus debilidades y con frecuencia le reservaban alguna obra
interesante. No siempre, pero tarde o temprano llegaba el día en que encontraba
algo valioso, y entonces daba por bien empleado el tiempo invertido en su
búsqueda.
¿De dónde le venía la extremada inclinación por el
tema de las armas? Era algo que no podía saber, pues no fue educado en escuela
militarizada, ni había ejemplos en la familia que hubieran podido inducirlo,
pues sus antecedentes heráldicos se reducían a su padre, un campesino bastante
bruto, una madre que nunca conoció y una
abuela analfabeta.
Ahora, en la soledad de su habitación, viviendo los
desiertos eternos de su viudez y sin hijos, no tenía quien se interpusiera en
sus lecturas. Los libros se apilaban por doquier. Una vez que terminaba un
libro, simplemente lo dejaba en cualquier lugar y no volvía a tocarlo, todo su
contenido lo llevaba ya en la memoria. El desorden no le importaba, nunca le
preocupó combatir sus hábitos.
La obra de Farabundo Carpuso, a la que estaba
dedicando con entusiasmo todo su tiempo libre, la encontró durante la venta de
limpieza en una casa puesta a remate. Buscaba dentro de nutridos libreros, bañados
con el polvo de por lo menos veinticinco años, que era el tiempo transcurrido
en que la señorial casona de la avenida Reforma, había quedado abandonada a la
muerte del licenciado Luis Maroto, nieto y heredero universal del General
español Rafael Maroto, valiente luchador por la Independencia de su país, y que
en 1817 fuera vencido por el General José de San Martín, en Chacabuco,
República de Chile por las guerras de independencia.
Esto
lo sabía perfectamente Ulises, porque ya tenía bastante bien nutrido su
intelecto bélico con todas las guerras de independencia en América, en las que
aprendió a tomar partido para repudiar las acciones del invasor español. En
realidad, Ulises no sólo leía los libros, sería mejor decir que los vivía,
debido al apasionamiento intenso que experimentaba al recorrer las páginas de
la historia. Así como sentía profunda aversión contra todo lo que fuera
ejército español, que obviamente lo consideraba como su enemigo, sentía un gran
respeto y admiración por la Francia, y consecuentemente, por el Emperador
Napoleón Bonaparte. Celebraba las victorias de sus héroes entrando a la cocina
en desfiles triunfales, iluminados con las notas de alegres marchas que
brotaban de su Victrola de cuerda; se servía una comida en honor de los Generales
vencedores y de sus tropas glorificadas por su valor y patriotismo.
Tenía en ocasiones que aceptar la derrota a manos de
ejércitos rebeldes, o de invasores bárbaros que destrozaban la paz y los
derechos humanos. Entonces guardaba horas de silencio en honor de los caídos,
en su mente sonaban odas a la libertad perdida y a las banderas mancilladas por
la bota devastadora.
No se apresuraba, como si siguiera un protocolo
militar, sabía que cada noche llegaba la hora de vivir su vida castrense, y la
esperaba consciente, firme en su propósito, se preparaba para cualquier
situación a la que las páginas belicosas tuvieran que enfrentarlo.
Metido ya en su cama, se sometía al peso irreverente
del tomo II de "Los Rescoldos de las Guerras Virónicas" Tocaba el turno
al capítulo de La Guerra del Antimonio. Experimentó una terrible angustia
cuando se enteró que los ejércitos prusianos fueron atrapados en el interior de
las minas de antimonio, donde el Rey Guillermo Iro. había ubicado su cuartel
general que creían totalmente secreto. Por obra de una traición, el enemigo les
sorprendió y una vez aniquilados los guardias que estaban disfrazados de
mineros a la entrada de los tiros, taponearon todas las vías de acceso,
sitiándolos como a ratas.
Ulises sufrió el encierro en carne
propia. Una cabeceada inconsciente en las avanzadas del sueño permitió que el
librazo se fuera cerrando paulatinamente sobre su rostro. Cuando se percató de
la situación es porque ya se encontraba bajo los muros infranqueables del papel
frío y sofocante de la obra Carpusiana.
Sintió que se asfixiaba bajo aquel encierro, pero al
igual que los soldados de Federico Guillermo Iro. el Rey sargento que a pesar
de las múltiples bajas, resistieron hasta lograr liberarse del fatídico
calabozo, Ulises logró en las primeras horas de la mañana, escapar al agobio
que le tenía prisionero en la cama. Pudo así continuar a la noche siguiente con
aquellas narraciones épicas, cantos bíblicos y danzas heroicas escritas en
papel impenetrable, denso, de color amarillento, elaborado con fórmulas
cruentas, concebidas por la sabiduría de los estrategas, macerado con la
insidia de los traidores y añejado con la memoria de los caudillos. Las tintas
habían sido cuidadosamente elegidas, tomando en cuenta su origen; por ejemplo,
la negra, que era producto de exportación africano, transportada sobre espaldas
esclavizadas, sudorosas de esfuerzos, doblegadas por el dolor y la rabia contenida,
se usaba en los capítulos que narraban desprecios, ignominias y despojos. Muchas páginas estaban inundadas
de tinta roja, color universal de la sangre; producida en cualquier momento y con toda facilidad; producto de alto factor
renovable, surtida a domicilio sin requerir autorización de facultativo, ni
permisos expresos, legales o patriarcales.
De "Los Rescoldos de las Guerras
Virónicas" Ulises aprendió, entre otras cosas, que los capítulos
correspondientes a las guerras de Asia, tanto Menor como Mayor, fueron escritos
con una tinta amarilla que tenía la particularidad no sólo de no diluirse con
el paso del tiempo, sino que por el contrario, sostenía un intenso poder de
regeneración, que hacía que con los años, se le encontrara mucho más firme y con capacidad para reproducirse hasta el
exceso e inundar las páginas de otras historias con una facilidad asombrosa y con una sola filosofía: la de
apoderarse lenta y pacíficamente de la riqueza del enemigo que se había erigido
en su vencedor.
Todo esto estaba comentado en la acotación que el
célibe Farabundo Carpuso hace en el apéndice del primer tomo, que dedica
cuarenta y ocho páginas a las "Aclaraciones pertinentes."
A estas alturas, la vista de
Ulises mostraba ya los estragos de tanta batalla librada en sus noches de
lectura. En sus tantos ataques, retiradas, invasiones, derrocamientos,
coronaciones y degradaciones; de crudos
sometimientos y de movimientos libertarios,
estados de sitio y cortes marciales.
Y cuando las líneas impresas, empezaban a desvanecerse
tras largas horas de lectura, cuando los rugidos de los cañones y el galopar de la caballería empezaba a
fundirse en el horizonte oscuro y lejano, entonces escuchaba como en un eco persistente
y necio, las cantatas preocupantes de su abuela. "Me estoy quedando ciego
- se decía - pero no es por la lectura. Es por tanta historia que ha pasado
frente a mis ojos."
Las ilustraciones que complementaban la importancia
de los textos históricos, eran también materia de profundo estudio para Ulises.
El nombre del artista que junto con Farabundo Carpuso había recorrido la
difícil senda de la creación de una obra de tales dimensiones,
inexplicablemente se mantenía en el anonimato; sin embargo se apreciaba en
cada lámina, el inconfundible estilo de Gustavo Doré, el grabador francés que -
en todo caso - también ilustró el Quijote y La Divina Comedia, por si la obra
de Carpuso no hubiera sido suficiente para darle la gloria merecida. Con mucha
justificación se le adjudica a Doré esta obra, porque sería un acto de necios
no ver en los grabados de la obra Carpusiana, los fúnebres juegos de líneas y
sombras para realzar el terror, los claros profundos y eternos para enaltecer a
los héroes. Ilustraciones de trazo firme y decidido
que tenían todo el desarrollo de las batallas apocalípticas.
Ulises sabía interpretar las tácticas de cada
ejército contendiente, entendía las posiciones estratégicas, el alcance de las
armas, el sabor de la victoria y el dolor de las bajas en
vencedores y vencidos. Ulises pasaba noches enteras investigando movimientos,
identificando la geografía marcial, clasificando las armas: fusiles, obuses,
lanzas, cañones ligeros y artillería
pesada.
Algunas de esas piezas dormitaban sus pesadillas en
los rincones lúgubres de sus habitaciones, apuntando aun entre las barricadas
de libros, por el hábito malévolo de sus propósitos. Eran su orgullo material,
propiamente llamado su arsenal de campaña.
Podría decirse que la vida de Ulises era una carga
difícil de sobrellevar, la razón era su continua participación en las horas
más amargas de la humanidad, los conflictos bélicos. Recientemente - por causas
de fuerza mayor - había tenido que retirarse del frente, literalmente hablando,
por haber sufrido una lenta, pero irremediable afección pulmonar. Se le
concedían pocas posibilidades para sobrevivirla, en base a la nula resistencia
que presentaba su organismo maltrecho y anémico de toda la vida. Ulises nunca
pensó que fuera a morir, sabía que su recuperación era sólo cuestión de
tiempo, pues atribuyó sus males a la prolongada exposición a los humos de la
pólvora y a los nauseabundos vapores emitidos por los innumerables muertos
insepultos de la batalla de Waterloo, donde el General Arthur Willington, mejor
conocido como el Duque de hierro, al frente del ejercito de la Coalición
europea - ingleses y prusianos - infringió a Napoleón Bonaparte una de las
derrotas más célebres de la historia.
Ulises la sufrió en carne propia, pues siempre se consideró
además de un admirador, un soldado incondicional al servicio
del Emperador. Tal vez por esto, es que el derrumbe de su salud fue
catastrófico. Y aunque nunca pudo recuperarse del todo de los males
respiratorios, logró, finalmente, después de cuatro meses de librar una batalla
que se vaticinaba perdida. Un buen día, vio a médicos y enfermeras, ondear la
bandera blanca de la, logrando salir del hospital. Feliz retornó a casa y pudo
enlistarse nuevamente en su viaje a través de las guerras todas. Regresó
sintiendo el orgullo de que su veteranía de guerra se había confirmado con su
triunfo sobre la muerte, sobre la estéril llanura de una cama de hospital.
Sosteniendo con dificultad el librazo, que parecía
hacerse más pesado esa noche, continuó viviendo las campañas de Mahoma III en
Transilvania y después las de Mahoma IV y todas las luchas turcas contra Rusia,
Venecia y Austria hasta llegar a las guerras de Crimea. Aprendiendo en cada
página a apreciar el valor de los héroes y la fortaleza de sus convicciones.
Soportando cada hora de historia, el dolor bíblico de los pulmones que
desencadenaban furiosos accesos de tos.
Al final de un día de mayo, cuando los sutiles
cortinajes de la noche aplacaban los últimos rayos de luz y el silencio caía
pesado sobre los campos interminables. Las fuerzas del orden civil encontraron
a Ulises tendido en su cama, con el tomo IV de Los Rescoldos de las Guerras
Virónicas aplastándole la cara. La
sangre que teñía la almohada estaba reseca desde hacía varias horas, posiblemente
más de 24 horas, según opinión médica. El agente del Ministerio Público dio fe
de la defunción, y dejó en manos del médico forense la determinación de la
causa.
Nadie se percató que un arcabuz español, apoyado
sobre una trinchera de libros liberaba un olorcillo a pólvora recién quemada.
Era el 2 de Mayo, precisamente el día en que ciento
cincuenta años atrás, el pueblo madrileño, cansado y humillado por las
provocaciones de las tropas francesas acantonadas en la ciudad, se sublevaba
para dar principio a la guerra de Independencia.
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