miércoles, 2 de abril de 2014

EL ESPEJO FALSO




Despertó sin abrir los ojos. Sentía una placidez profunda que no quería romper en la forma ordinaria, es decir, saltando la barrera entre el mundo inconsciente habitado durante el sueño y el que le rodeaba en la realidad.
Se quedó un tanto perdido entre los pensamientos de una vida simple y sin problemas. Hubiera querido despertar de una vez, pero esa sensación no de indolencia, más como de bienestar que le quedaba en el cuerpo, se lo impedía. Pensó en estirar las piernas y los brazos para desentumir los músculos y activar las coyunturas que últimamente habían venido deteriorándose; sin embargo, esa molestia, también le daba motivos para el regodeo solapante que no quería eludir.
Así estuvo en el balanceo indeciso por un tiempo, tal vez minutos, o segundos. ¿Quién sabe? En las fronteras del inconsciente no existe el tiempo. En algún momento abrió los ojos y no pudo ver nada. Y hasta creyó que no los había abierto. Estaba totalmente oscuro. ¿Era de noche aun? - se preguntó sorprendido - ¿O las persianas están cerradas, las cortinas corridas?
Se incorporó con dificultad. A tientas buscó la bata que dejaba a los pies de la cama. Dio unos pasos temeroso de tropezar con algo, y aunque estiró sus manos en todas direcciones no logró tocar nada; recuperó en parte la serenidad cuando comprendió que estaba en una habitación completamente vacía.
Se sorprendió de no sentir ningún temor, por el contrario, sentía curiosidad de saber si aun dormía y  estaba atrapado por alguna pesadilla, o bien que estaba despierto y la pesadilla era su realidad. Esto era normal para él, pues siempre, despiert­o o dormido, los sueños eran parte de su vida diaria.
Caminó en diferentes direcciones y no encontró paredes ni muebles, todo era una oscuridad de terciopelo que le envolvía entre sus pliegues acariciándolo con suavidad. En su curiosidad por definir el espacio en que se encontraba, no había prestado atención a un lejano murmullo que llegaba por momentos a sus oídos. Era algo indefinido, parecía el discurso enérgico de un viento o el murmullo de una muchedumbre. Trató de localizar su origen y caminó lentamente en dirección de un leve destello luminoso que sus ojos percibieron en el fondo de esa caverna sin límites. Se acercó sigilosamente y se encontró frente a un gran espejo enmarcado por una antigua talla de madera estofada.
Al detenerse frente al espejo, encontró que en lugar de reflejar su propia imagen, estaba la de una mujer que vestía sutiles velos que dejaban apreciar la frescura de su cuerpo elegante y delicado. Se miraron largamente a los ojos. El estaba extasiado frente a la imagen que no le correspondía y Ella, impávida, parecía estudiarlo detenidamente, como si fuera la persona más importante que jamás hubiera contemplado. Sus ojos tenían la profundidad del mar y su rostro pálido lucía la serenidad de un atardecer estival.
Ella esbozó una leve sonrisa y giró lentamente para alejarse, dejando que la cauda de su vaporoso vestido gris flotara en la oscuridad, como los nubarrones que anuncian tormenta y se escuchó el murmullo del viento acompañándola. Él la siguió en un movimiento inconsciente, sin darse cuenta de que había cruzado con toda facilidad el umbral del espejo. Se encontró con que en el otro lado no todo era oscuridad. Del horizonte imaginario, brotaban fulgores violetas que se lanzaban a cruzar la bóveda celeste soltando chispazos de brillantes colores que se iban apagando lentamente al hundirse en la negrura de un espacio sideral. La mujer aceleró su paso y se transformó en una estrella fugaz que brilló sólo un instante.
El hombre retuvo en su mente la imagen diluida. Los murmullos de viento se transformaron en suaves melodías que se derramaban alegremente sobre el papel pautado de un bosque antagónico. Estaba feliz de haberse  alejado de la cama, la pesadilla real se estaba convirtiendo en un sueño excitante, hermoso; los rayos de luz, el súbito estruendo de cascadas de colores, a veces brillantes, ahora licuadas o de hielos eternos. ¿De dónde había sacado el subconsciente tales diseños cromáticos, tales formaciones improbables?
Ahora las estrellas giraban a su rededor a velocidades radiales, los soles desparramaban su oro fundido en el regazo de la noche; y en el mar de aguas cristalinas las caprichosas anémonas y las aguamarinas transparentes danzaban en sensuales cadencias alrededor de un grupo de corales cerebrales. Los monstruos marinos corona­dos de espinas y ojos fulgurantes, descansaban después de una prolongada orgía. En las alturas, las aves gigantes se deslizaban en silencio trazando las líneas invisibles de un vuelo de parsimonia circular...
Y él podía percibir con cada uno de sus sentidos las emanaciones de calor, de luz, de ternura, de sonido. Se movía libremente sin ningún esfuerzo, podía perseguir un rayo de luz o correr junto a las ágiles y juguetonas ninfas urbanas. Podía dejarse llevar por las corrientes submarinas que estallaban intempestivamente desde el fondo de las profundidades abisales hasta perder­se en el silencio de una callejuela tibetana.
En la inmensidad de un cielo purpura, adivinó la presencia del umbral del espejo con marco dorado, sigilosamente se acercó hasta tenerlo al alcance de la punta de sus dedos.
Al momento de tocar la fría superficie se sintió arrebatado con violencia por una fuerza intangible que lo succionó a través de la oscuridad. En el transcurso de un milésimo de instante se encontró  nuevamente frente al espejo, ¿estaba despierto? Miró el espejo, era exactamente igual al que tenía su madre en el salón principal de la vieja hacienda de Las Tres Gracias – y que siempre nombraba como "La Luna Francesa." Y allí estaba él, reflejado de cuerpo entero, vistiendo como era su costumbre: Elegante blazer azul oscuro - casimir inglés, por supuesto – pantalón beige de su marca preferida, impecable camisa blanca de cuello suave y corbata italiana de seda de franjas oblicuas y sus cómodos zapatos Florsheim.  Antes de que los recuerdos se fraguaran sintió un leve estremecimiento. Cuando abrió los ojos… ahí estaba, en la habitación débilmente iluminada por la luz incierta del alba. Se dio cuenta - otra vez - que no había espejo y tampoco había imagen. Nuevamente estaba frente a la inmensidad de la nada.
Se detuvo a recapacitar un momento cuando escuchó tras él, un leve murmullo diciendo algo totalmente incomprensible… nebuloso.
Giró temeroso… y allí estaba él, en su cama, durmiendo tranquilamente. Un brazo colgaba fuera de las sábanas, sobre la alfombra había una hipodérmica vacía.
Sonrió satisfecho... 

de Alfonso Tirado

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